La Calle del Carnaval
Lea en esta crónica la importancia que la Vía 40 tiene para el desarrollo cultural de Barranquilla. La acogida que ofrece cada año a los 3 desfiles más importantes del Carnaval. Y cómo en ellos se aprecian los insumos que el río Magdalena ha ofrecido a esta fiesta.
Por: Libardo Barros E.*
Desde 1991, la Vía 40 fue convertida por los barranquilleros en la Calle del Carnaval. Por eso, el incesante tráfico de esta arteria industrial cesará para que durante 3 de los 4 días de esta fiesta se convierta en el escenario natural de los eventos más relevantes y concurridos: la Batalla de Flores, la Gran Parada de Tradición y el Desfile de Fantasía. El último día, en las demás calles, la ciudad llorará y enterrará a Joselito Carnaval, el eterno resucitado.
Tal como lo decretó, en la noche de su coronación, la actual reina del Carnaval 2020, Isabella Chams, a partir del sábado 22 de febrero en Barranquilla habrá permiso durante 4 días para que el relajo, la burla, la música, el baile y todo lo políticamente incorrecto sean asumidos con desenfado.
Hace doce días se empezó a montar el escenario de dichos eventos. Brigadas de hombres y mujeres, bajo la supervisión de la Fundación Carnaval, trabajaron con ahínco para dejar todo listo. Cuidando de que a través de los casi cinco kilómetros de extensión de la Calle del Carnaval estuvieran dispuestas las 14 salidas de las rutas adyacentes, para que bomberos, ambulancias y la Defensa Civil pudieran desplazarse sin dificultad a través de ellas, precisa Roberto Díaz, coordinador de eventos de la Fundación. Y recalca que por cuestiones de seguridad “Todo tipo de negocio que esté fuera de este gran recinto debe tener permiso de la Alcaldía”.
La Vía 40, o Calle del Carnaval, “es una ruta que recorre y nos recorre. En un principio integró a la ciudad con el río Magdalena y por muchos años la separó de este”, manifiesta el poeta Miguel Iriarte. Otros como él, que se han dedicado a estudiar este asunto, saben que a pesar de colindar con el río Magdalena a lo largo de 21 kilómetros, Barranquilla creció dándole la espalda. Con la construcción de empresas en su orilla que cerraban el paso, los habitantes de la ciudad no tuvieron acceso al río por más de 60 años.
El río Magdalena es la gran “paideia” pública, porque una considerable parte de la historia de Colombia está inscrita en su lecho. El progreso económico y el crecimiento de Barranquilla a partir de la segunda mitad del siglo XIX fue posible gracias al Magdalena, cuya extensión es de 1540 kilómetros y su caudal de 7200 metros cúbicos por segundo. De sus pueblos ribereños vinieron tradiciones ancestrales, rituales y celebraciones. Expresiones artísticas que incluían originales formas de entretenimiento, juegos y nuevas lúdicas, las cuales terminaron sumándose al carnaval.
Posterior a la clausura del ferrocarril de Bolívar, que unía a Barranquilla con el muelle de Puerto Colombia, la Vía 40 fue construida sobre su trazado original, que va paralelo al río. Recibió dicho nombre por el auge que tuvo la ciudad durante la década de 1940. El tramo más importante se terminó en 1970; a partir de entonces se siguió ampliando hasta completarla. Es la ruta obligada de camiones de carga pesada y de automóviles, a los que les sirve de atajo, ya que une el sur con el norte de la ciudad.
Después de insistir durante poco más de veinte años ante los gobiernos de turno, en Barranquilla se implementó un proyecto para la recuperación del río y devolvérselo a los ciudadanos. Hoy día, los 2 kilómetros de malecón construidos son la obra de mayor trascendencia del alcalde saliente. Aunque es todavía un tramo muy corto, el río está más cercano para los habitantes. Ya no es una lejanía solo apreciable desde los altos edificios. Ahora se puede sentir cerca su brisa, su ruido y su olor. Se conocen las plantas que crecen en sus orillas, muchos de los peces y animales que lo habitan.
Por la Calle del Carnaval, a través de un corto tramo, se accede a la avenida del Río. El contacto con el río significa reconocerse en una olvidada identidad guardada celosamente en el alma de nuestros abuelos. Puede interpretarse como el rescate de una memoria oficialmente vedada, pero que se mantuvo viva en las historias familiares y libros de geografía en las escuelas de primaria. Una memoria que incluye a los pueblos originarios que le pusieron diferentes nombres a largo de sus riberas. Y en muchos aspectos, la riqueza étnica de los afrodescendientes que aportaron los bailes y ritmos del tambor, creados a la medida de los carnavaleros.
Para los barranquilleros, que lo han podido experimentar, el reencuentro con el río, su brisa y su ancestral olor a algas y lejanía que fluye tiene una gran importancia. Verlo correr frente a nosotros suscita emociones indefinibles.
El olor a río trae, además, la memoria de una genética arraigada en el inconsciente colectivo. Una memoria que también suma y une lo distinto que somos como país de diversos mestizajes.
Gracias a la recuperación de esa memoria fluvial se puede ver en los mapas que el casco urbano de Barranquilla limita más con el río que con el mar. Por ello, resultaba ilógico que el crecimiento actual de la ciudad desconozca a su río. Sin el río, el Carnaval, y obviamente nuestra cultura, perdería su esencia, porque se corre el riesgo, como ya ha pasado, de incurrir en prácticas espurias. Bailes, música, vestuarios y una parafernalia ajenos a esta fiesta.
El escritor Santiago Alba ha dicho que “una catástrofe es, ante todo, el imperio del olvido”. Y las cosas se olvidan cuando se dejan de valorar. Seguramente, el olvido del río durante tanto tiempo ha sido un duro golpe a la identidad del barranquillero y para el Carnaval.
Aunque resulte paradójico, fueron forasteros quienes empezaron a hablar de su recuperación, porque para la gran mayoría de los barranquilleros el río era una ficción, no una realidad. El río se le aparecía a la gente cuando lo cruzaban por el puente, yendo hacia otros rumbos, y nuevamente se echaba al olvido. A causa de ello, por mucho tiempo fuimos personas con necesidades especiales, faltos de una epistemología fluvial. Ciudadanos incompletos, porque nuestro centro de gravedad no era visible.
Tan pronto empezó a hacerse visible, las narrativas con respecto al río cambiaron para los barranquilleros. Los 2 kilómetros de malecón, construidos hasta ahora ayudan a materializar un relato más incluyente con respecto a la historia de la ciudad. Bastó con abrirle un espacio y dejarlo entrar. En poco tiempo nos inundó a todos con la frescura de ambiente y su natural encanto. Y muchos han propuesto que algunos eventos del Carnaval incluyan la avenida del Río.
El río Magdalena es el guionista de lujo del Carnaval y, por ende, de nuestra identidad. Nos queda la tarea de merecer su presencia. Evitar su mercantilización para librarnos de futuros reclamos. Seguramente, todo será distinto en la medida que se vayan reconociendo los aportes con los que el río ha gratificado a la ciudad y su Carnaval.
Huele a carnaval. En menos de 30 minutos iniciará la Batalla de Flores. Los integrantes de los grupos y disfraces individuales se agolpan bajo la canícula.
─¡Lo que fue fue, muchachos! ─anima José Miguel Pérez a las 50 parejas del grupo Mestizaje, bailarines de mapalé.
De inmediato, se escuchan aplausos y gritos de aprobación de los enardecidos participantes. Algunos brincan y se mueven nerviosos. Atrás quedaron las muchas horas dedicadas al ensayo de los bailes y la música, la confección de los vestidos y disfraces que hoy lucirán en la Calle del Carnaval.
Las bailadoras de cumbia guardan sus paquetes de velas para encenderlas cuando, en el desfile, la brisa lo permita. Los redoblantes, bombos, platillos, clarinetes y bombardinos después de un trago de ron suenan mejor, sugiere un serio trompetista sabanero en trabajo de afinación. Bajo los pocos árboles de la acera, algunos murmuran entre sí. Dan los últimos toques a sus disfraces. Están listos para el desfile por una ruta ya conocida por la mayoría. Algunos han llegado a decir que el recorrido desde la calle 80 hasta la 45 ya resulta insuficiente para albergar la gran cantidad de gente.
Este año son 16 carrozas en medio de 25000 participantes que harán un recorrido de poco más de 4 kilómetros. Según la Fundación Carnaval, solo desfilan los grupos ganadores del año anterior: 15 cumbias, 11 congos, 4 garabatos, 7 mapalés, 3 son de negros, 26 comparsas y 5 disfraces gigantes. A lo que se agregan más de 200 disfraces individuales y muchos espontáneos que conocen la dinámica del desfile.
Un poco más atrás, el tumulto de los poseídos por la mofa, la ironía y lo grotesco. El grupo de animales míticos, demonios portentosos, bestias legendarias y el zoológico de fieras africanas. Diablos afeminados. Dudosas hembras de traseros descomunales. Guerrilleros afligidos. Músicos y bailarines negros y mulatos con el río untado en la piel. Micos hiperactivos. Seductoras cumbiamberas. Políticos sin la máscara de benefactores. Locos y locas al borde de la cordura. Para gloria de todos, un papa pobre con su guardia pretoriana. La famosa “pela viejo” con el ego del tamaño de sus nuevas tetas. Las imprudentes marimondas. El sediento sin cabeza. Nicolás Maduro contando dinero. Otro Cantinflas. Un oso libidinoso. Un gorila albino. Un faraón saqueado. Shakira en burro. El rey Momo “especial” de 1.95 metros, con su cara sin carnaval.
Ha empezado el desfile. Cada uno sabe su turno y se va agregando detrás de la carroza de la reina del Carnaval. Militares sobre sus rollizos caballos, la banda de marinos y las banderas de los inevitables patrocinadores. Xenia Fernández, directora del Rumbón Normalista, pone en orden y anima a las 182 bailrines y 25 músicos de su comparsa. En ambos lados de la calzada hay espacio para los disfraces espontáneos que van sueltos jugando con el público de los palcos.
Ahí viene Manuel Rodríguez, Drácula. Carlos Calvo, el indio arhuaco. Eduardo Aldana, el Popeye de los comics. Elías Betancourt, el paisa silletero. Los burros corcoviones de Pital. Félix de la Hoz, el indio mocaná. Luis Pardo, el pájaro de fuego. Sixto Ospino, el diablo arlequín. José Forero, el Tigre de la Selección. Gina Prado, la reina de las águilas. Los turistas chinos y su sopa de murciélagos. Jeiner y Junior, indios afrocaribeños. Edgardo Pereira, el gorila blanco. Ricardo Sierra, la Muerte comandando su grupo de baile de garabato. Juancho Jaramillo y su manada de gorilas testarudos. Además, un cortejo de disfraces anónimos: la venezolana quita marido, un luchador mexicano, más marimondas, los superhéroes obesos, la Merlano, el jabalí, el rinoceronte, un cardenal, otro faraón, María Moñitos, las negritas puloy, el hombre de lata…
Están permitidos los gritos obscenos y las burlas ingeniosas contra cualquiera. La mirada lasciva y la cara malintencionada. Irónicas letanías contra quien se lo merezca. Se acepta encarar al hipócrita o gritarle “gay” incluso a quien no lo sea. Travestirse de hombre o de mujer. Exagerar cualquier parte del cuerpo con tal de llamar la atención. Exhibir falsos falos. Hay libertad para engañar, burlarse y apretujarse. Untarse de harina y beber sin moderación. Se puede cantar y bailar salsa, son, garabato, música de la sabana o tropical, champeta, vallenato, merengue… y gozar sin pudor, al gusto de cada quien, en esta calle de la sabrosa y divertida desmesura donde, incluso, hay licencia para no tener gracia.
A través de la Calle del Carnaval, la Batalla de Flores congrega en este momento un torrente humano que fluye a contracorriente del río Magdalena. Los del desfile avanzan juntos, como en ofrenda de gratitud a su río. A este río que trajo los insumos suficientes para que fuera posible el Carnaval que hoy todos celebran. Río que inspiró y concedió la música, sobre todo la cumbia, insignia de esta fiesta, y con ella las danzas de relación, los bailes canta’os y otros ritmos. Río que a través de su canal del Dique propició la llegada del mapalé y el son de negros. Río que trajo en su corriente saberes y misterios de mucho más lejos, junto a una culinaria y una medicina ancestrales. Narrativas ocultas en mitos, leyendas y fábulas. Ante todo, visiones del universo que apenas estamos aprendiendo a interpretar.
*libardobarros@gmail.com. Profesor de la Escuela Normal Superior la Hacienda y la Universidad del Atlántico.